Los huevos de Pascua son el medio de enriquecimiento más efectivo que los oligarcas de la industria del chocolate han desarrollado jamás. El sueño de todo capitalista. Una fábrica de dinero que basa su funcionamiento en la sonrisa de los pibes, la ilusión de nuestros niños y en su desencanto que nunca es tal porque la criatura no tiene noción de que la están estafando. El niño es muy niño para sentirse timado, y entonces se regocija en su propia desgracia. Es feliz con dos miserables fetas cóncavas de símil chocolate. Pero nosotros, los adultos que vamos y venimos mil veces, que las sabemos todas, tenemos claro que cada abril somos objeto de un chantaje inevitable. Como cuando decidimos poner ADSL.
Todos los huevos de Pascua constituyen una real y descarada estafa. Si se calcula, la cantidad de chocolate empleada para hacer los huevos es prácticamente la misma que se utiliza para una tableta común. Cuando no menor. Y la tableta vale unos 60 pesos mientras que el huevo no baja de los 100. Ustedes me dirán, ¿y qué pasa con la sorpresita? Bueno, si tenemos en cuenta que el 90% de los huevos de Pascua vienen con unas pastillas de naturaleza, consistencia y sabor inexplicable no da para hacerse demasiado drama. Si no es un bombón vencido desde el año 94 son los juguetitos que venían en los huevos Kinder y que resistieron el paso del tiempo porque nunca nadie pudo abrir esas cápsulas naranjas en las que venían.
Y sin embargo, esta estafa, que podría parecer exclusiva de una élite dominante, se ha convertido en una de las prácticas preferidas de los reposteros uruguayos. Es así, arranca abril, llega la Pascua y, para celebrar la resurrección de Cristo, no hay supermercado que no se engalane con esa especie de gazebos berretas de donde cuelgan millones de huevos de todo tipo y color. Como estalactitas pesadas y de colores en una cueva entre el sector Verduras y el sector Cosmético y cuidado personal. Huevos, huevos. Huevos por todos lados. En los almacenes, en los kioscos, en las panaderías, en las estaciones de servicio, en las redes de cobranza. Todos te quieren encajar su huevo. Y ahora más que nunca. En estos momentos estamos viviendo un resurgir del huevo de pascua. Un apogeo de nuevas marcas que se amoldan a la forma oval y la combinan con íconos culturales.
No seré el primero que lo diga, por un huevo dice mucho de una persona. Las abuelos, por ejemplo, eligen siempre esos que son de chocolate amargo y tienen unos símbolos surrealistas dibujados con azúcar. Las nuevas generaciones, en cambio, prefieren los de multinacional. También están los fanáticos de los huevos chiquitos, como de codorniz. Esas bolitas envueltas en papel aluminio que ni agarre tienen. Adictivas, que se comen como maní. Uno atrás de otro. Cuando querés acordar te comiste sesenta y cuatro huevos a diez pesos cada huevo. Un disparate.
Después están los de los huevos grandes. Pesados, majestuosos. La gente de los huevos grandes goza de un respeto muy particular. Como si el tamaño le trasfiriese un estatus social. Estos seres son los que más disfrutan de romper los huevos…después de los niños, claro, que en eso son especialistas. Igual romper esos huevos no es para cualquiera. Hay que conseguir un buen martillo o cerrar el puño y darle con alma y vida. Con todo el cuerpo apoyado sobre el brazo, y el puño justo en la unión de las dos mitades. Poco recomendable hacer esto sobre una mesa de vidrio.
Y finalmente están los modernos del chocolate blanco. Pero prefiero evitar hablar de los huevos de chocolate blanco y los huevos de negro porque se presta para interpretaciones racistas. Sólo quiero decir que el huevo blanco tiene otra elegancia, otra prestancia, otra pureza en el paladar. Los huevos de chocolate blanco serían como los huevos de Dios. Blanco, negro, chiquito o grande, todos vamos por este mundo buscando un huevo que nos identifique. Y el universo está lleno de financistas dispuestos a satisfacernos ese deseo posmoderno a cambio de unos cuantos billetes.
Sin ir más lejos, este año aparecieron, como la gran novedad, los huevos de Pascua de Nacional y de Peñarol. Como si faltasen motivos para pelear entre amigos y pudrir las charlas familiares. Una nueva razón para competir, para ver quién vende más huevos. Cuál es más rico. Cuál cuesta más romper. Y por supuesto que los huevos de los dos equipos no pueden estar en la misma góndola. Por un lado los tricolores y, por otro, bien lejos, con vallas de por medio, los aurinegros.
¡Ahora sí que van a estar buenas las reuniones familiares el domingo de Pascua! Al fin un poco de acción. Menos conejo y más piñas. Imagino momentos sublimes… A uno que le toca un huevo de Peñarol, y aprovecha para lanzar un epíteto contra el clásico rival. Que luego recibe su huevo correspondiente y replica el agravio. Así empiezan a pelear por quién tiene el huevo más grande. Que el tuyo está todo chamuscado. Que el mío es más macizo. Que mi envoltorio es más grande. Que el tuyo te lo pagó una empresa. Que vos no tenés mesa donde comerlo. Que yo me comí cinco. Que yo me vengo comiendo huevos desde hace 100 años. Que yo antes comía otra cosa porque no existían los huevos pero es lo mismo, así que hace más años que vos. Etcétera.
Y en un momento salta el tío de Danubio que intenta poner paños fríos al grito de: “Tengamos la fiesta en paz”. Y se liga de rebote un: “Callate que ustedes ni siquiera tienen huevo”.
En fin. Para gustos, los huevos. Y este domingo, cuando estén cuarenta y cinco minutos para desenvolver el embalaje colorinchudo de siete metros del huevo de Pascua que hayan decidido comprar, no olviden que lo que compraron no es un bien material. Un producto tangible. No es chocolate. Lo que compraron, por lo que dejaron muchísimo más dinero del que hubiesen deseado, no es más que una forma. Así de cruel como lo leen. Una forma…¡pero qué forma!